viernes, 24 de mayo de 2013

BREVE HISTORIA DEL GUANO EN ILO.


Hasta 1 830, el uso del guano de isla era el que normalmente se le dispensó en toda nuestra historia agrícola nacional: como fertilizante por parte de las comunidades costeras, las cuales podían acceder a él sin más gravamen que los gastos de extracción, obteniendo la cantidad necesaria para sus cultivos. Pero luego de aquella fecha, debido al “descubrimiento” de sus propiedades, el guano fue clasificado como un bien nacional y aunque no dejó de ser bien común, el Estado declaró su propiedad allí donde éste se encontrase. Posteriormente, el “boom” del guano hizo que el Estado tomase medidas para garantizar el uso de este recurso y los adecuados ingresos para el erario nacional. En mayo de 1,852 el gobierno señaló mediante decreto los lugares en los que se ubicaba este rico yacimiento y determinó la jurisdicción a la que estaba sujeta. De esta manera, identificó los depósitos guaneros existentes en la zona al norte de Ilo, de la que, conforme al decreto de 1º de febrero de 1848, la comunidad de Puquina podía extraer el abono que necesitaba para sus tierras y de ningún modo para venderlo. Este derecho reconocía el uso tradicional que las comunidades costeras de Ilo hacían del guano de las islas. Este privilegio, sin embargo, ya era reconocido a la comunidad de Puquina desde tiempos coloniales, como veremos más adelante.

Con anterioridad a este decreto, el 9 de noviembre de 1,846, la Subprefectura de Moquegua realizó el remate de una parte del guano adquirido por la comunidad de Puquina con la intensión de pagar las deudas que, por concepto de honorarios, se debía al preceptor de la comunidad de Coalaque, transacción que fue declarada nula debido a que la comunidad de Puquina no estaba autorizada para realizar dicha venta. Posteriormente un decreto de 1,848 estableció que la Beneficencia de Tacna debía asumir el pago mencionado. Esta medida, comenta Basadre, buscaba establecer con claridad el adecuado empleo del recurso por la comunidad y no crear antecedentes nefastos para la economía.

El uso del guano en las costas de Ilo queda evidenciado en la narración que Garcilazo de la Vega hace en sus Comentarios Reales, cuando expresa que “en la costa de la mar, desde más debajo de Arequipa hasta Tarapacá, que son más de doscientas leguas de costa, no echan otro estiércol sino el de los pájaros marinos que los hay en toda la costa del Perú grandes y chicos, y andan en bandadas tan grandes que son increíbles si no se ven. Crían en unos islotes despoblados que hay por aquella costa, y es tanto el estiércol que en ellos dejan, que también es increíble: de lejos parecen los montones de estiércol punta de algunas sierras nevadas. En tiempo de los Reyes Incas había tanta vigilancia en guardar aquellas aves que al tiempo de la cría nadie era lícito entrar en aquellas islas, so pena de la vida, porque no las asombrasen y echasen de sus nidos. Tampoco era lícito matarlas en ningún tiempo, dentro ni fuera de las islas, so la misma pena”. Igual referencia hace de la existencia de guano en Ilo cuando Raimondi dice que guano “existe también sobre la costa e islotes más meridionales de Ica,  Ilo y Arica”.

El uso del guano en las costas de Ilo no estuvo libre de dificultades y enfrentamientos, incluso en tiempos en que no se tenía cabal conciencia del valor monetario de la explotación de este recurso. Luís Cavagnaro, en el tomo IV de su obra “Materiales para la historia de Tacna”, cita la disputa que se produjo entre los corregidores de Arica, don Tomás de Bocardo y Massias, y del Colesuyo, don Francisco Joseph Carrillo. Sucede que Carrillo, al parecer mirando sus intereses particulares con la socapa de serlo del bien común, acudió al virrey Marqués de Villagarcía manifestándole los inconvenientes que le causaba a su corregimiento la presencia de naves procedentes de Arica cuyos dueños comerciaban el guano que necesitaban los indios de la provincia de Moquegua y el virrey proveyó un auto por el cual se mandaba “que los dueños de barcos de la jurisdicción de Arica y otros cualesquiera, que con ningún motivo ni pretexto comercien ni trafiquen el guano de que necesitaban los comunes de indios de la provincia de Moquegua.” Carrillo, quien mantenía una fuerte enemistad con Bocardo por cuestiones de deudas, le remitió al corregidor de Arica esta, a lo que respondió el ariqueño señalando que Carrillo había recurrido a falsa relación y testimonio sorprendiendo al virrey. Contra lo que afirmaba Carrillo, Bocardo se esmeró en demostrar la conveniencia de que los dueños de las naves comercien el guando de la zona de Ilo, pues esto convenía a los intereses de los indios de Ilo y de toda la zona de Sama, Locumba y otras caletas, ya que en este negocio los dueños vendían la fanega a doce y diez reales dejando ganancias a los indios de la zona. El corregidor Bocardo indicaba además al virrey que, si su excelencia estuviese mejor informada, conocería que todas las caletas y lugares en los que se venden este guano pertenecen a la misma jurisdicción y que, desde tiempos inmemoriales, se ha dado esta posesión y que la misma no puede ser privada.

La extracción de guano fue un negocio en la que participaron varios españoles. En 1796, por ejemplo, el capitán don Pablo de Vizcarra Alcalde Ordinario de Moquegua y don Alejo Mazuelos formaron  una compañía para la extracción de guano en Punta de Coles sobre el que Vizcarra había recibido posesión jurídica del alcalde de Ilo don Vicente de Córdova. El 30 de abril del mismo año, Mazuelos se asocia con don Santiago de los Ríos para que pueda disponer de la tercera parte de las fanegas de guano que le correspondían de su acuerdo con Vizcarra. El precio de la fanega de guano era en aquel entonces de dieciocho reales. Pero no sólo se comerciaba el guano de las islas de Ilo, sino que había un frecuente comercio de guano proveniente de Iquique. En noviembre de 1735 don Francisco de Aguilar, administrador y maestre de la fragata San Francisco de Paula, propiedad del capitán don Nicolás de Orejuela, vendió 10 barcadas de guano (cada una de 1450 fanegas) provenientes de Iquique al general don Francisco Joseph Carrillo, Corregidor y Justicia Mayor de Moquegua las cuales debían ser entregadas de la siguiente manera: tres barcadas en el año de 1736, dos de ellas puestas a cuenta y riesgo de la indicada embarcación en Yerbabuena y la otra en el puerto de Ilo, todas entregadas en el mes de julio del indicado año; otras dos barcadas en 1737, colocadas ambas en Yerbabuena entre febrero y marzo; tres en 1738 dos de ellas en Yerbabueba y la otra en Ilo y finalmente otras dos en 1739 en Yerbabuena en el mes de febrero. Carrillo debía pagar 10 reales por cada fanega puesta en Yerbabuena y 9 por las puestas en Ilo por concepto de flete.

sábado, 11 de mayo de 2013

LOS ESCLAVOS EN EL VALLE DE ILO


La presencia de españoles en el valle de Ilo significó la alteración de las relaciones sociales desarrolladas hasta ese momento dentro de la mentalidad costeña, en beneficio del conquistador europeo. Como ocurría en otros lugares cercanos, tales como Tacna, Arica o Tarapacá, los españoles ejercieron sobre los indios toda una serie de abusos, de cuya autoría no se escapaban incluso algunos clérigos, tal como consta en una denuncia efectuada por los indígenas de Tarapacá en el año 1,620 contra del clérigo Melchor Maldonado y dirigida a la Real Audiencia y al obispo de Arequipa. Las acusaciones contra los españoles indican que se quedaban con las mejores tierras las cuales siembran con el trabajo gratuito de los indios del lugar y obligaban a traer muchachos y muchachas y a guanear y a regar, abandonando sus propias tierras de cultivo.

 La dificultad que representaba para los españoles seguir usufructuando la tierra de los indígenas y la cada vez menor mano de obra disponible obligó a buscar nuevos trabajadores baratos, sumisos y de fácil manejo y alentaron de esta manera el comercio de negros africanos hacia el virreinato el Perú. Esta migración "oficial" fue acompañada de otra que aunque ilegal fue rápidamente favorecida por aquellos valles en los que contar con mano de obra agrícola era una necesidad impostergable. La tradición oral señala de qué manera se introducía por Puerto Inglés negros venidos del África a cargo de contrabandistas ingleses y que distribuían en los valles de Moquegua, Tacna y Arica. Estos llegaban en los grandes barcos que cruzaban el Atlántico y eran desembarcados en costas alejadas de los centros poblados, que por lo tanto carecían de la debida custodia tal como ocurría en la playa Puerto Inglés, desde donde eran trasladados hacia el norte, a la playa denominada Calienta Negros, en donde se calentaban a los negros para lograr su reanimación y venderlos posteriormente.

Esto hizo que la población de esclavos en el sur aumentara considerablemente. Los pocos datos que existen sobre población negra, y que en su mayoría corresponden al corregimiento de Arica, señalan que en el censo de 1609 había sido necesario censar a los descendientes de esclavos en la zona sur que comprendiesen la cuarta generación, lo que hace suponer que los esclavos tendrían ya varios años en la zona. Para 1614, un censo efectuado por orden del Virrey Mendoza y Luna en la zona sur indica que, de un total de 1784 habitantes, la población negra se elevaba a 1300 personas.

En 1555 se produjo el arribo de 500 esclavos negros a la costa peruana. Estudiosos como A. Wormald, señalan que para esa misma fecha, la población de esclavos en el sur del Perú habría sido de 1200 aproximadamente. Aunque este incremento puede explicarse por la falta de mano de obra tanto para el servicio doméstico como para la agricultura, Viviana Briones nos ofrece otra explicación: el incremento se debería al destierro que sufrían los negros acusados de mala raza, hechiceros, herejes, supersticiosos, violentos y viciosos  por parte de Santo Oficio y que preferían Arica como lugar de destino.

Muchos de estos negros fueron diseminándose en los valles sureños, siendo el valle de San Gerónimo de Ilo uno de sus receptores. La propia Viviana Briones, en su artículo “Arica colonia: libertos y esclavos negros entre el lumbago”, da a conocer que la población estimada para la zona de Ilo era de 45 españoles, 54 mestizos, 83 sin color y 430 esclavos, lo que hacía un total de 612 habitantes. Es curioso notar que en esta relación no se consigna población indígena en el valle de Ilo, lo que no creemos sea correcto. Curioso es, por otra parte, que la población esclava sea numerosa.

El desarrollo de la olivicultura y de las plantaciones del azúcar motivaron la necesidad de mano de obra, lo que incentivó el comercio ilegal de esclavos. Rápidamente ellos fueron adquiridos por los hacendados  moqueguanos para sus tierras tanto en Moquegua como en Ilo, donde llegaron a ser con el tiempo un grupo ciertamente numeroso dedicado tanto a labores agrícolas como a domésticas especialmente las mujeres. Su tasa de natalidad fue alta lo que obligó en algunos casos su desplazamiento hacia la ciudad de Moquegua. Pero contrario a lo que se puede sospechar el trato dado a los negros no fue inhumano sino en la mayoría de veces todo lo contrario. Si bien el cierto que el negro económicamente era un bien y podía ser vendido o heredado, se documentan casos en los que el trato dados a ellos en el valle de Ilo era más bien de respeto y hasta familiar.

Tomemos como ejemplo el caso de doña Teresa Velarde y Tholedo, hacendada del valle de Ilo quien tenía en su poder tres esclavos de nombres Paulino y los hermanos Francisco y María de Castro que habían nacido en su casa y que fueron recibidos por testamento de su difunta madre doña Margarita de Toledo. En su testamento que en vida redactó en 1758 dejó Teresa expresa voluntad que a su muerte los tres negros sean libres sin que nadie pudiera venderlos o enajenarlos y que gocen de su libre albedrío amparados en esta voluntad que se cumpliría al fin de sus días, inspirada según declaró "por el mucho amor que les tengo y que lo han engendrado con su fidelidad y buen sentido con el que atienden…" Su voluntad fue remarcada sostenidamente para que no queden dudas de ella. Ninguna persona podía alquilarlos, retenerlos, empeñarlos o hipotecarlos o tenerlos en cautiverio bajo ninguna razón y que la declaración escrita debía ser suficiente para reconocerle la libertad que ella les estaba ofreciendo.

Que los negros se heredaban no quede ninguna duda. Margarita de Toledo, vecina del valle de Ilo, entregó en 1734 como parte de la dote matrimonial a su hija doña María una negra y una mulatilla valorada en cuatrocientos pesos, quedándose con ella los esclavos de nombre Diego, José y Francisco y una mulatilla de nombre Margarita. Que los negros eran bienes, igual Don Jacinto de Ochoa a nombre de don Pedro de Foronda, vendió en 1735 dos negros esclavos de 24 años que tenía en Ilo, uno de ellos de nombre Calixto, en trescientas botijuelas de aceite de oliva.

Como en todo lugar, muchos esclavos intentaban sin embargo escapar de estas condiciones sobre todo cuando ellas eran injustas. En julio de 1734 don Juan Velarde y Toledo se quejaba de la huida de una mulata suya nombrada María y de su hija Ana María de dieciocho años de edad y de un mulatillo de nombre Juan José de nueve años, hijo también de María. Los tres luego se supo se encontraban en Camaná a cargo de don Martín Pastor de Esquivel, tal como éste comunicó en una carta. Para deshacerse de la situación no encontró mejor camino que venderlos a los tres en calidad de esclavos cautivos a don Alejando Rospigliosi en el precio de 975 pesos.

Esta es una pequeña evidencia de la situación de  los esclavos en el valle de Ilo. No tenemos claro cuáles fueron las relaciones de éstos con otros grupos sociales pero es probable que no haya sido muy mala. ¿Formaron los negros comunidades separadas? Aparentemente no. Lo más probable es que con el tiempo ellos hayan dejado su condición de esclavos y pudieron obtener su libertad por propia voluntad de quienes fueron con anterioridad sus amos.

 

EL MATRIMONIO COLONIAL. PELEAS, DIVORCIOS Y ABUSOS.


Desde que hubo templo en el valle de Ilo, éste fue el lugar en el que se oficiaban las ceremonias de matrimonio, redactándose luego la partida respectiva, todas ellas hoy depositadas en el Archivo Arzobispal de Arequipa. Una de las curiosidades que presentan aquellas es que aparentemente todas corresponden a solicitudes de hombres foráneos, luego vecinos de Ilo, generalmente llegados por mar a estas tierras, y que contraen matrimonio con hijas de este vecindario. Sólo para considerar como ejemplos, tengamos presentes los siguientes matrimonios: el de Joseph García, español, natural de Galicia y de María Magdalena Vargas y Rendón, natural de Ilo, hija de Francisco Vargas y Bernabela Rendón casados el 16 de octubre de 1,794, el de Manuel Fernández, natural de Sevilla, con Bárbara Oviedo, natural de Ilo quienes contrajeron matrimonio el 30 de octubre de 1,778, el de Francisco García, natural de Cádiz y de María Martínez, ileña, hija de Nicolás Martínez y Toribia de Martínez (22 de febrero de 1,794); ese mismo día se casaron José Romero, natural también de Cádiz y Manuela Rendón, de Ilo, quien al no tener padres vivos, fue entregada en matrimonio por don Nicolás Martínez; el de Pedro Mugartey Barrenechea, quien hacia 1,814 fue Alcalde Constitucional de Ilo, y Paula Isabel Márquez, ileña de nacimiento, hija del fallecido Antonio Márquez y Teresa Oses, futuros abuelos del Mariscal Domingo Nieto. Uno de los testigos de este matrimonio fue don Francisco Nieto, padre de Domingo. Por último, el matrimonio de Francisco Vargas, moqueguano, y Luisa Collao, ileña, hija de José Collao y de Cayetana Villanueva, viuda inicialmente de Nicolás Rospigliosi.

La vida matrimonial no estaba exenta de dificultades y problemas que, a veces, llegaban a la violencia o culminaban en divorcio. En un interesante trabajo realizado por Bernard Lavallé, “Amor, amores y desamor en el sur peruano (1750-1800)”, se hace un estudio sobre las costumbres matrimoniales de la época en base a documentos ubicados en el Archivo Arzobispal de Arequipa bajo el nombre de Nulidad de matrimonio y causas penales. En este trabajo se ha logrado reunir la documentación sobre desavenencias matrimoniales que culminaron en divorcio o nulidad, así como los múltiples conflictos de naturaleza muy variada que suscitaron las infracciones a las normas entonces vigentes de las relaciones sentimentales y/o sexuales en el sur peruano en la segunda mitad del siglo XVIII.

La primera impresión que se desprende de este corpus –dice Lavalle- es la de una violencia generalizada y omnipresente en la vida de las parejas que podía surgir cualquiera que fuese su nivel social o su pertenencia étnica.” Luego de citar muchos casos en los que la violencia familiar, la infidelidad y el engaño se utilizan para romper el lazo conyugal, ya sea como causa real o como pretexto, Lavalle señala algunas prácticas en las que los religiosos se comprometían de manera escandalosa o, por lo menos, reprochable. El documento es interesante porque presenta de manera clara como a veces algunos curas se aprovechaban de la vigencia de las normas en los pueblos apartados, para proceder de manera por lo menos extraña y a veces escandalosa. En 1,788, la justicia eclesiástica abrió una causa criminal contra don Cayetano Manuel de Tapia, cura de la doctrina de Ilo. Éste había casado a Agustín Dávila con Gregoria Campos sin tener el consentimiento y en ausencia de sus abuelos que la criaban. A los dos días de casados los abuelos se presentaron llorando donde Tapia quien, condolido según afirmó más tarde, les explicó que no había problema pues podía descasar a la pareja, con la condición de que se le ofreciese otro novio potencial y, supuestamente —dijo él— después de consultar con las autoridades episcopales en Arequipa.

Habiendo devuelto la joven a sus abuelos que la golpearon copiosamente por haber actuado en su ausencia y luego de conseguir que el marido se alejara por ocho días, el cura publicó amonestaciones y, veintidós días después del primer matrimonio, volvió a casar a Gregoria pero con Pablo Aguilar, el novio que sus abuelos escogieron para ella tal como se habían comprometió. Agustín Dávila, el primer marido, pidió por supuesto la nulidad de esas segundas nupcias y solicitó el castigo del doctrinero que tan a la ligera había actuado con sus feligreses. El hecho de que él fuera indio y los familiares de su mujer mulatos y cholos en nada podía disculpar al cura, al contrario, la actitud del cura era inaudita y el caso fue muy sonado en toda la región, pues para todos era una verdad incuestionable que el santo sacramento del matrimonio es disoluble”

Elevado el caso a Arequipa, las autoridades eclesiásticas actuaron con celeridad. Se embargaron los bienes de Cayetano Tapia y fue separado perpetuamente de su beneficio. No sabemos sí la sanción fue confirmada al ser elevada a la instancia superior.

 El matrimonio no era, sin embargo, una garantía de fidelidad, como tampoco lo es hoy en día, pues hubieron algunos casos en los que el marido mantenía relaciones ilícitas fuera del matrimonio e incluso obligaba a la esposa a criar a los hijos que había tenido fuera de la unión conyugal. Y aunque el divorcio era ciertamente muy difícil, se dieron situaciones en las que en complicidad del párroco del valle; éste ese lograba sin mayores dificultades siempre que la persona que lo obtenía fuese generoso con el favor concedido.

DATOS SOBRE LA ECONOMÍA COLONIAL

    Con la presencia incaica en las costas de Moquegua la economía local paso de ser autosostenida basada en la explotación de los recursos locales en costa y lomas al desarrollo de una economía tributaria y dependiente del centralismo cusqueño. La presencia de ayllus altiplánicos desplazadas desde la zona lacustre hacia la costa repetía de esta manera el sistema de enclaves que habían desarrollado los tiahuanacos para complementar una economía que requería de recursos inexistentes en la zona altoandina. Los grupos locales desarrollaron sus actividades económicas sin mayor dificultad aunque con el requisito de la tributación. De acuerdo a María Rostworowski, dos grupos eran identificables en la costa en esa época, los coles y los camanchacas, dedicados a la agricultura y a la pesca sin que, al parecer mantengan contacto directo o permanente.

La llegada de los españoles cambió este esquema pues las tierras que antes eran de las comunidades locales ahora pasaron a ser de los europeos a través de las encomiendas, como pasó inicialmente con Lucas Martínez Vegazo. Posteriormente por compra, donación o decisión testamentaria la posesión de la tierra pasó a diferentes familias. En el tema del trabajo el español mantuvo algunas prácticas andinas como la mita y los mitayos y el manejo de gran cantidad de mano de obra disponible debido a la existencia de la encomienda. La explotación del trabajo indígena dio origen a las reducciones de indios aplicada por el virrey Toledo y que buscaba controlar la tributación entre los indígenas de 18 a 50 años. En el caso de Moquegua y Arica se redujeron a 22 los pueblos esparcidos de 226 lugares y se les devolvieron los pagos excesivos por adoctrinamiento y otros conceptos. Con el tiempo fueron incorporados al esquema económico del valle los negros africanos, muchos de ellos ingresados por Calienta Negros de manera clandestina.

Pronto el valle de Ilo vio introducir lentamente cultivos nuevos como el azúcar, el olivo y el trigo, nuevas especies de animales como la gallina, el caballo y la mula y nuevos elementos mecánicos  como el molino y el trapiche lo que aumentó el valor de la tierra cuyos propietarios vivían en Moquegua y controlaban mediante el camayo o capataz las propiedades que tenían en la costa. De ellos el olivo fue el más exitoso y fue cultivas no solo en el valle sino también en todas las quebradas hacia el norte de él. Rápidamente, gracias al clima especial de la zona de Ilo, plantaciones de olivos fueron creciendo en zonas como de Amoquinto, Yerbabuena, San José, Alfaro, Quebrada Seca, Pocoma, Alastaya, Chusa, Tique, Tacaguay, Talamoye y Alfarillo, siendo los más grandes, como dice el carmelita Vásquez de Espinoza los olivares de Jesús y más adelante el de Amoquinto. Tan grande fue el éxito de este cultivo que fue necesario construir molinos y sacar el aceite. Un viajero del siglo XVII decía al respecto que "diversos lugares de este valle están poblados de hermosas calles de olivos de los que se extrae el mejor aceite del Perú." Con el tiempo la aceituna de Ilo ganó fama en la mesa más exigente de las principales ciudades y el aceite del valle de Ilo competía sin ninguna dificultad con el venido desde España. Cuenta Ricardo Palma que la fama hizo que se hiciera muy común la frase "Si los plátanos son de seda, las aceitunas son de Ilo."

Otro cultivo que ganó fama fue la caña de azúcar, siendo la hacienda Loreto la principal productora de  azúcar y miel de caña que se comerciaba en los valles del sur sin mayor dificultad. El viajero francés Amadee Frezier cuenta que había en el valle un trapiche de azúcar que consistía en un molino de tres rodillos de cobre amarillo; el del medio hace girar los otros dos por medio de piñones de hierro incluidos en la misma pieza que engranan unos contra otros. Estos rodillos, que giraban en sentido contrario, toman las cañas que se colocan entre dos de ellos y las extraían al mismo tiempo que las prensan, de modo que extraían todo el zumo que caía en un canal que lo llevaba a las calderas; allí se le hacía hervir tres veces, cuidando de espumarle y agregarle jugo de limón y otros ingredientes; cuando estaba suficientemente cocido se vertía este jugo en vasijas con forma de cono truncado donde se cuajaba en grumos de un color marrón muy intenso. Para blanquear y refinar el azúcar así obtenida se le cubría con cuatro o cinco pulgadas de tierra mojada la cual era rociada todos los días con el fin de que la humedad filtre el juego más fino que cae gota a gota y el resto se cuajaba en panes de color blanco.

El comercio de estos productos obligó a establecer circuitos comerciales con los valles intermedios y el altiplano tal como existía durante el incanato. Esto le permitió a Ilo recibir con frecuencia carga para embarcar y formar con Arica un par portuario. Enpezó así un fluir constante entre sierra y costa, en una línea que bajaba de la zona lacustre a Arequipa, Moquegua e Ilo y luego volvía a ascender a la sierra de Charcas, dice Miro Quesada. El puerto de Ilo brindaba, a diferencia de otros puntos una bahía más amplia en Pacocha y de fácil acceso por lo que junto al de Arica recibía mercadería procedente de Cusco, Chucuito, Arequipa y Moquegua, transportada en caravanas de mulas en un recorrido de 200 y 300 leguas. Cuando Arica se encontraba inoperante, este circuito se ampliaba, pues "si no hay navíos en Arica también vienen (hacia Ilo) de La Paz, Potosí y Lipes, de modo que este puerto resulta el mejor de toda la costa para el comercio de las mercaderías europeas."

El intercambio comercial costa-sierra fomentó el uso de la mulas como medio de carga y transporte dejando de lado la llama; este cambio incrementó el cultivo de la alfalfa, pues a las mulas que cargaban la mercadería se agregaba gran cantidad de otras para reponer las que pudieran morir en el camino. Estas recuas se dividían en piaras de 10 mulas cada una que viajaba a cargo de dos hombres. Mucha gente se dedicaba a la crianza de mulas aunque la importación de mulas de Chile y Tucumán era muy frecuente.

Otro rasgo importante de este comercio fue el contrabando inglés y francés que se hizo común en las costas de Ilo, debido a la escasa vigilancia que allí se mantenía. El lugar preferido fue la playa Puerto Inglés y la zona denominada Calienta Negros, por donde ingresaban géneros y cuyo comercio estaba motivado por la presencia de la plaza proveniente de Potosí y porque el circuito comercial llegaba hasta el Alto Perú en donde los artículos europeos eran adquiridos a buen precio. La reacción del gobierno de Lima no siempre logró reducir este comercio pese a las acciones que implementó. Por ejemplo en 1,717 fueron capturando en Arica e Ilo hasta seis buques franceses cargados con mercaderías y tesoros y aunque de acuerdo a ley todas las mercaderías incautadas debían ser quemadas, las penurias económicas de la administración colonial obligaron a las autoridades a transgredir la ley y vender las mercaderías en pública almoneda, adjudicando al fisco el valor obtenido en tal operación.