Los rodeos y las lomas.
Mi
abuela me contaba que cuando en las partes altas el frio se hacía intolerable,
majadas de ganado viajaba hasta la costa donde las lluvias de la estación hacia
crecer en las lomas un hermoso panorama verde de pasto y plantas que los caballos,
borricos, vacas, corderos y chivatos devoraban como si fuese lo último que
comerían en su vida. Libre de cualquier peligro el ganado pastaba sin mayor
preocupación recorriendo las lomas por dos o tres meses, después de los cuales
los dueños y conductores se reunían y organizaban los rodeos para volverlos a
sus corrales. Era un bonito espectáculo, me contaba mi abuela, ver como los
ganaderos y cuidantes, a pie o montados en mulos y caballos, formaban inmensos
círculos que iban cerrando alrededor del ganado, estrechándolo cada vez más
hasta conducirlos a los corrales que habían levantado en la zona. Quienes
venían desde el lejano Puno acompañando al ganado, gritaban con voz en
cuello “!cute!” “!cute!, sonido que,
curiosamente parecía que los animales obedecían de manera juguetona.
Las
lomas eran también el punto de encuentro de las familias que, con el pretexto
de mejora su salud, encontraban una forma de divertirse, jugar, comer cuajadas
y llevar a casa un buen ramos de amancaes, luego de disfrutar de su fragancioso
olor durante todo el día. Los más atrevidos levantaban sus carpas, pircaban la
cocina, compraban un cabrito y armaban la jarana mientras los niños correteaban
entre amancaes y botoncillos, teniendo todas las lomas para ellos solos y
viendo a lo lejos la inmensidad del mar y el asado y la cazuela eran preparados
con las manos y la sazón de las expertas cocineras. No había panorama más
encantador: un manto de colorida belleza era el mundo que las gentes de antaño
gozaban cada vez que era época de lomas.
Las regatas y doña Esther Jiménez.
Mi
abuela me contaba también que en los meses de julio la gente se reunía para
apreciar las regatas, aquellas competencias de botes que se realizaba entre el
muelle fiscal y el muelle de la empresa Episa, en la que equipos de jóvenes como
Alberto Villanueva, Antonio Datto, Manuel y René Zegarra, Fermín Obregón, los
hermanos Garrido y Valdivia y Rodolfo Pacheco, entre otros, competían por ver
qué equipo llegaba primero a su destino, ganando el aplauso y el aprecio de la
gran cantidad de gente que se agolpaba en el muelle y en el recorrido, alentando a lo lejos a su equipo
preferido. Regalos y premios para los ganadores, diplomas y obsequioso eran
entregados y lo mejor venía al último: la pachamanca en el restaurante de doña
Esthercita Jiménez, una de las sazones más reconocidas y recordadas de Ilo.
La catástrofe de San Pedro.
Mi
abuela, católica hasta el tuétano, no se cansaba de contarme la manera en que
los antiguos festejaban a sus santos. Pero se detenía con nostalgia y pena
cuando narraba la procesión de San Pedro, aquella fiesta que, siendo de
pescadores, convocaba a todos el pueblo porque de una u otra manera, se le
debían al mar su alimento y a San Pedro la pesca del día. Con pena porque en
una de esa procesiones, en la que los fieles llevaban a la imagen sobre una
bolichera para que pasee por el mar derramando sus bendiciones, uno de los
lanchones de nombre Ite capitaneada por don Pedro Garrido, que conducía a la banda
del ejército, demasiado cargado con feligreses que se subieron a él de manera
temeraria, se volcó muriendo ahogadas varias personas (trece dicen algunos),
entre ellas Alejandrina Zúñiga y Nilda Valdiviezo. Luego entendí el por qué de
su pena: ambas eran sus amigas y deportistas muy queridas en Ilo, excelentes
nadadoras quienes con mucha facilidad cruzaban a nado desde el muelle
fiscal hasta la Boca del Río.
1 comentario:
No tengo tu correo. Apenas me lo remitas te respondo.
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